domingo, 8 de marzo de 2009

Un Poco de Orgullo


Estaba amaneciendo. El sol comenzaba a asomar. En pocas horas saldría el tren rumbo a Buenos Aires, la tierra prometida. Ellos no pudieron dormir en toda la noche. Sabían que una nueva vida los esperaba. Dejarían atrás el aburrimiento, las largas horas de siesta que marcaron sus tiempos de niños y de adolescentes, los bailes sabatinos en el Club Social y Deportivo, las tardecitas de verano en la plaza principal. Cuando habían cumplido trece años se juramentaron abandonar el pueblo ni bien alcanzaran la mayoría de edad. Los dos meses de diferencia que le llevaba le impondrían a Marcos una espera ansiosa. Hasta llegó a odiar a su amigo Andrés por el simple hecho de haber nacido casi sesenta días después. Empero, el día esperado llegó. Ya habían sacado los pasajes con anticipación y armado las valijas en silencio. Sin anunciar la partida a nadie se preparaban para dejar atrás los estúpidos prejuicios y a las noviecitas a las que sólo manoseaban y, con el verso del respeto, dejaban calientes y solitarias cada noche.
Buenos Aires era para ellos tan solo un paseo de fin de semana, un vistazo rápido a las avenidas, a las vidrieras y a esos boliches donde chicos de su edad tomaban café y fumaban hasta cualquier hora acompañados por hombres o mujeres elegantes y despiertos. Querían compartir esa libertad que, hasta entonces, sólo conocían a través de las revistas y la tele. Marcos había decidido ser modelo. Posar para las tapas de revistas y ganarse algún papel, por secundario que fuese, en esas telenovelas que sus hermanas veían en los pesados y duros inviernos. Adrián no tenía ni idea de que podría hacer. Su única pretensión era ser libre. Caminar por las calles hasta la hora que se le ocurriera, dormir hasta tarde y no tener que volver más a la verdulería del viejo Pedro, en la que trabajaba desde que terminó el colegio.
Después de diez horas interminables, con todas sus ilusiones a cuesta, Retiro los recibió sucio y repleto de gente. Tomaron un taxi y llegaron a la pensión que una amiga les había recomendado. Cuando caían las primeras sombras de la tarde ya estaban instalados y contando la platita que les quedaba luego de pagar por adelantado el hospedaje. Se ducharon y salieron a la calle. Caminaron cuadras y cuadras hasta llegar a la avenida Corrientes. Se quedaron sorprendidos al ver la cantidad de gente que salía de los cines y los restaurantes. Y se hicieron un lugar entre la muchedumbre. Marcos, rubio y de ojos verdes, tiene un cuerpo que parece tallado por el mejor escultor del planeta. Una cola durita, realzada aún más por el ajustado jean. Y un bulto prometedor que llamaba la atención de aquel que lo quisiera ver. Por su mente corría la idea de que todos los hombres se irían a babear al ver su pija. Como Adrián, quien, en el colegio, cuando eran compañeros, siempre se las arregló para manosearlo. Entraron a un bar, fueron juntos al baño y, al ver que no había gente, se animaron a repetir una de las historias que, a escondidas, habían intentando compartir en el pueblo. Adrián pasó una mano por debajo de la camisa de Marcos y le acarició las tetillas, mientras éste se excitaba y apoyaba su dura poronga contra la no menos dura de Adrián. Lo arrinconó contra una pared, le abrió la boca con besos intensos y mojados, le metió la lengua hasta el fondo y, cuando Marcos lo dejaba, bajaba una mano hasta la entrepierna y se volvía loco acariciándolo sobre el slip que estaba a punto de estallar. Adrián gemía y le pedía a Marcos, por favor, que lo echara. Le decía que no se podían hacer esas cosas entre hombres porque estaba prohibido, que eso debían hacerlo, como en el pueblo, con las putas hasta que les llegara el momento de casarse.
A esa altura, Marcos estaba muy caliente. Su voz se convertía en un murmullo. Sus caderas se retorcían contra ese pedazo grande y potente de Adrián. Le pedía a su amigo que lo tocara y que lo dejara tocar. Adrián pretendía negarse hasta que al fin un chorro de leche hirviendo le quemó la bragueta, se escapó sobre su slip y bajó por las piernas de Marcos. Se había ido en seco. Fueron años bancándose la calentura, la excitación del otro. Salieron del baño, se acomodaron en los cómodos sillones que rodeaban a una mesa, haciéndose caricias por debajo del mantel, tomaron un café, y volvieron a sumergirse entre la gente. Adrián caminaba saboreando cada mirada que sus anchas caderas recibían, aprovechando que se había puesto la ropa más ajustada que encontró. Y Marcos también se sintió distinto, feliz. Los dos habían logrado demostrarse a ellos mismos que ser homosexual no era un pecado, como les inculcaron desde chicos, sino gozar de la sexualidad en plenitud. La gran ciudad les abrió la mente, los hizo sentir libres y felices.

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